El Oficio del Escritor

El arte y en especial la literatura, como formas del comportamiento humano, han sido una constante a través del tiempo. La creación literaria de un poeta o escritor, por lo general, ha sido más bien una forma personal de comunicación con aquello que se denomina «el prójimo evitable» y con todo aquello que lo sobrepasa.

Pero pronto apareció el triunfo de ciertos discursos unívocos, la práctica abierta del sofisma por parte de los profesionales de la retórica, lo que conllevó a que la función de la literatura, fuera en cierta medida dejada de lado y reemplazada en las conciencias de las mayorías por la idea del entretenimiento o la simple diversión.

Entonces el acto creativo dejó de ser importante para los demás y, por ende, para el mercado del libro y fue así que el mundo de las letras fue perdiendo un espacio en su propio mundo.

Los poetas, los novelistas, los ensayistas y los dramaturgos, en tanto comenzaron a sentir en carne propia la aparente inutilidad de este oficio y a ser vistos como catalizadores del disturbio, para luego ser relegados de forma paulatina a un segundo plano y después, ser expulsados de la reciente república del consumismo y del éxito financiero.

De acuerdo con este nuevo orden imperante, producto de la exportación de las grandes economías, carentes de motivaciones espirituales y de proyectos que vayan más allá de lo inmediato y perecedero, los autores de textos literarios han resultado ser a la postre los únicos y grandes perecedores en una sociedad altamente tecnificada y pragmática, que no necesita para su «normal» funcionamiento poetas, pintores, músicos, dramaturgos o escultores. Los graves problemas por los que atraviesan los países llamados en vías de desarrollo no se solucionan con las nuevas promociones de escritores o intelectuales. Lo que aquí se requiere -según algunos economistas- es mano de obra cualificada, es decir, hombres-máquinas, capaces de aumentar los índices de producción para competir en los mercados mundiales, sin importar mayormente que el día de manana, el alerce o la araucaria sean sólo un hermoso recuerdo de Chile, el país más austral del mundo.

Enfrentado a esta penosa realidad, el auténtico escritor se ha planteado con insistencia y de manera conjetural una redefinición de su rol dentro de esta sociedad, cada día más corrupta y alejada de la misma esencia del hombre.

No olvidemos lo que hace algunos anos expresó el argentino Ernesto Sábato: «La pérdida de la identidad de los pueblos de América Latina se inicia a partir de la aceptación de pseudoexpresiones culturales, provenientes de los países industrializados. La drogadicción, la pornografía y el alcoholismo reflejados en vastos sectores de nuestra juventud, hoy casi ya no escandalizan a nadie.»

A lo anterior podemos agregar algunos aspectos de la vida de un cantante de origen negro, elevado a la cima de la popularidad y con millones de seguidores en los cuatro puntos cardinales, el cual fue muy requerido por un tribunal de justicia de su país por prácticas deshonestas. Este ídolo que goza de la inmunidad para transgredir las normas de la ética y de la moral ocupa grandes espacios en la prensa y en la televisión, sin que ninguna doctrina religiosa o filosófica condene las actitudes de quien se ha convertido en producto de los antivalores.

Junto al siempre acechante imperio de las frivolidades y su mecánica permanente de erigir dioses con pies de barro, las nobles expresiones espirituales parecen no tener cabida en esta sociedad que cada día cree más en el ilusionismo palabrero de los demagogos de oficio. Ciertamente que los escritores muchas veces son alcanzados también por estas panaceas, porque la tentación propagandística no tarda en invadir todos los territorios que el hombre habita, dejando caer avalanchas de ventajas materiales que, de tanto escucharlas, éstas concluyen por ensenorearse en medio de la mendicidad en que viven muchos de nuestros escritores.

Siento que al expresar estas palabras de alguna manera u otra estoy interpretando a muchos que han hecho de este oficio la razón última de su vida: renovar el camino de la esperanza; defender lo más íntimo de cada hombre o de cada mujer que se inicia con el descubrimiento del lenguaje, porque también en las palabras albea el amor, el terruno, el amplio horizonte de nuestra existencia; mientras la noche oscurece nuestro canto, para recordarnos que a fin de cuentas no somos nada más que peregrinos de un viaje interminable.

Tácitamente está expresado que la tarea del escritor requiere ser escuchada con atención, al igual que otras de la misma naturaleza humana, y proclamada como una sola actitud, sin fronteras, desafiando los contumaces olvidos que a diario pretenden desalentarnos, y aceptar que más allá de las personales circunstancias, nos vincula una auténtica fraternidad en afanes humanos y sensibles.

Como en todo hombre, la primera condición del escritor para realizar su trabajo es hacerlo bien. Conseguirlo le llevará -probablemente- toda la vida. El escritor nace y se hace cada día, porque debe comprender que escribir es dedicar su tiempo vivo a recoger y expresar, a comunicar y a sonar, a querer y a no querer a todos los verbos inexcusables que forjan con o sin su permiso, es decir alma y cuerpo de todos los días, de todos los momentos.

Ser re-creador de la palabra significa hacerse cargo de una variada gama de interrelaciones y asumir un rol pacificador dentro de una sociedad que aún no sale del todo de la barbarie. Su vida, ni muy distinta ni muy distante de la de otros, se forja con nostalgias y con suenos, con concordias y desacuerdos, con amores y desamores que no podría sino acoger como materia vital de su propia experiencia, porque la literatura no es un adorno barroco, trasnochado y ojerizo, ni panfleto político para captar a pobres incautos en períodos electorales, ni menos tontería solemne, empalagosa, ni tampoco un atrevido simplismo de rimas consonantes, sensibleras o de palabras usadas hasta el cansancio para denunciar lo que todos ya conocemos.

Sin negarles por cierto el derecho a existir a estas pseudoformas de la creación literaria, afirmamos que ninguna de ellas corresponde a la verdadera literatura, porque ella detenta sin arrogancias esa intransferible misión de custodiar la riqueza de ser hombres en la exactitud de la existencia cotidiana, allí donde se revela el auténtico drama humano.

Y una pregunta no se hace esperar. ?Hasta dónde se extiende el poder de la palabra? ?Qué zonas limita o intenta poblar? La respuesta depende de ese factor decisivo que se llama talento, pero también, exige trabajo, consciencia, inspiración y anos quizás de espera para ser reconocido entre sus iguales.

Personalmente, mi convicción se atiene al hecho de que Dios entrega el don a través de una clave genética: «No canta el que tiene ganas, sino el que sabe cantar». La virtud o el descalabro corren por nuestra cuenta, sobrepasando a la vanidad y a la complacencia del aplauso barato, tan en boga en estos días. Quienes creemos en este oficio sabemos que el triunfo definitivo no se alcanza a partir de las autosuficiencias individuales, porque hemos comprendido que la tarea de todo re-creador se abra en el sentido más hondo y amplio de la persona y que su responsabilidad no es únicamente no mentir, sino atreverse con lo verdadero y lo imperfecto, dado que escribimos porque algo nos falta o porque algo nos sobra.

Hoy, sin embargo, se comienza a percibir que la disociación de la vida estética es el camino de la decadencia, y que la civilización sólo sobrevive gracias al arte y especialmente a la poesía. Junto a esta revaloración del trabajo creativo que cada día gana nuevos espacios en el corazón del conglomerado humano, se agita un interés por fomentar el arte y la cultura en sus más diversas expresiones. A menudo el discurso actual es aquel que habla de una sociedad creadora, capaz de utilizar la imaginación para construir nuevos mundos a partir de la palabra.

No en vano, la Psicología Social afirma que la literatura refleja la época que se vive y que ésta, a su vez, actúa sobre la conducta de quienes están ligados al mundo de la economía y de la política, sensibilizándolos, transformándolos de cierta manera en interlocutores válidos. Este entendimiento entre creadores y quienes tienen en sus manos el futuro cultural de miles de ciudadanos puede ser calificado como un acontecimiento importante para quienes pretenden dedicarse en un futuro próximo al cultivo de las expresiones espirituales. Estoy confiado en la efectividad de estos impulsos emocionales, pero no obstante soy partícipe de crear otras instancias más permanentes en el tiempo. El escritor no puede vivir del entusiasmo de una determinada clase política o económica, es necesario que se legisle en torno a esta problemática para no caer en los favoritismos, tan propios de la idiosincrasia chilena.

Concluyo esta breve reflexión en torno al oficio del poeta, o de la utilidad de la poesía, pero antes deseo establecer y espero que éste sea el pensamiento de mis pares que no reconozco obligaciones temáticas de ninguna índole, sí una paciente labor que se traduzca en un abrazo fraternal, mayor que toda la soledad existente.

 

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